Nada se ha comentado hasta el momento de los realizadores de este blog y, por supuesto, no procederé ahora a desentrañar los nada misteriosos detalles de nuestras existencias.
Sin embargo, y tras leer la anterior publicación, me veo llamada a comentar la incómoda coyuntura en la que mi compañero me sitúa, pues no es nimio el esfuerzo que me supone ponerme a la altura. Y ahora procedería a describir sus aptitudes y el por qué de cierta idolatría que me suscita, pero eso sería darme a lo que me negué en las primeras líneas.
Debo haceros partícipes, queridos lectores, de la indignación que nos supone a aquellos que apreciamos en mayor o menor medida la elegancia, el simple hecho de caminar por la calle. Comprendo -más bien me esfuerzo en comprender mediante el análisis fenomenológico- la actitud rebañil que se ha implantado en la sociedad, comprendo -al anterior inciso me remito- que la masa femenina se amontone en las cajas y probadores de los Stradivarius (sin menciones al oprobio que supone para el originario del nombre), los Bershkas o los Zaras, comprendo -idem- la necesidad de destacar no destacando, et cetera.
Mas no comprendo cómo estas féminas tan preocupadas por engordar sus armarios con ropa de moda (que hasta hace nada podía ser considerada demodé) carecen de la necesidad de llevarla con elegancia, con estilo.
Bien es cierto que no todos nacemos con el porte adecuado o con unos andares dignos de un tacón de once centímetros... ¡Pues educáos o morid!
Es imposible a día de hoy pretender la abolición de las tendencias que tienden al olvido momentáneo, por lo que yo abogo por el cuidado del detalle, del perfume bien escogido (¡no a la colonia de mora después de los 15 años! ¡No a las bailarinas con tachuelas o a los bolsos cegadores!), abogo por el bolso a conjunto con los zapatos, por el pañuelo y el foulard, por los andares erguidos, los peinados dignos, por la muerte de las mechas caoba sobre rubio o rubias sobre oscuro...
No puedo evitar recordar a Marlene Dietrich, y su gran frase en Testigo de Cargo (Billy Wilder): "Nunca me desmayo por miedo a no hacerlo con elegancia". Gran mujer.
Abogo, señores, por un ápice de dignidad.
Si no lo hacen por ustedes, háganlo por nosotros. Como diría el señor Vegas, no nos hagan correr el peligro de perder la razón.
Suscribe: Lánguida Iracunda.
Procedo, pues, al quid del texto.
Debo haceros partícipes, queridos lectores, de la indignación que nos supone a aquellos que apreciamos en mayor o menor medida la elegancia, el simple hecho de caminar por la calle. Comprendo -más bien me esfuerzo en comprender mediante el análisis fenomenológico- la actitud rebañil que se ha implantado en la sociedad, comprendo -al anterior inciso me remito- que la masa femenina se amontone en las cajas y probadores de los Stradivarius (sin menciones al oprobio que supone para el originario del nombre), los Bershkas o los Zaras, comprendo -idem- la necesidad de destacar no destacando, et cetera.
Mas no comprendo cómo estas féminas tan preocupadas por engordar sus armarios con ropa de moda (que hasta hace nada podía ser considerada demodé) carecen de la necesidad de llevarla con elegancia, con estilo.
Bien es cierto que no todos nacemos con el porte adecuado o con unos andares dignos de un tacón de once centímetros... ¡Pues educáos o morid!
Es imposible a día de hoy pretender la abolición de las tendencias que tienden al olvido momentáneo, por lo que yo abogo por el cuidado del detalle, del perfume bien escogido (¡no a la colonia de mora después de los 15 años! ¡No a las bailarinas con tachuelas o a los bolsos cegadores!), abogo por el bolso a conjunto con los zapatos, por el pañuelo y el foulard, por los andares erguidos, los peinados dignos, por la muerte de las mechas caoba sobre rubio o rubias sobre oscuro...
No puedo evitar recordar a Marlene Dietrich, y su gran frase en Testigo de Cargo (Billy Wilder): "Nunca me desmayo por miedo a no hacerlo con elegancia". Gran mujer.
Abogo, señores, por un ápice de dignidad.
Si no lo hacen por ustedes, háganlo por nosotros. Como diría el señor Vegas, no nos hagan correr el peligro de perder la razón.
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